QUERER Y ELEGIR Vs. ESTAR OBLIGADO



Reflexionando sobre el tono emocional y lenguaje que utilizamos cuando nos referimos a las cosas que hacemos, estudios, trabajo, relaciones, etc. podemos con facilidad darnos cuenta que el mismo suele expresarse con verbos y adjetivos asociados a deberes, obligaciones y prohibiciones, que parecieran dejar como un hecho que las cosas que hacemos o dejamos de hacer siempre nos vienen impuestas y por eso lo hacemos, o nos son prohibidas y por eso no las hacemos.
En mi opinión esto es una consecuencia del aprendizaje y las creencias que vamos adoptando como verdades en nuestras vidas. Entonces nos expresamos con afirmaciones como “es que tengo que trabajar”, “es que debo criar y educar a mis hijos”, “es que no puedo dejar de ver a mi madre los fines de semana”, “es que tengo tal o cuales obligaciones…” y así un sinnúmero de maneras de expresar las cosas que definitivamente hacen entender que CASI TODO lo que hacemos pareciera ser por obligación.
Cuando buscamos el significado de la palabra obligación, vamos a encontrar, entre otras, definiciones como: Imposición o exigencia moral que debe regir la voluntad libre; Vínculo que sujeta a hacer o abstenerse de hacer algo, establecido por precepto de ley, por voluntario otorgamiento o por derivación recta de ciertos actos; Correspondencia que alguien debe tener y manifestar al beneficio que ha recibido de otra persona; Carga, miramiento, reserva o incumbencia inherentes al estado, a la dignidad o a la condición de una persona.
En estas definiciones me permito resaltar palabras o expresiones como imposición, vínculo que sujeta, deber, carga. Palabras y expresiones que suelen por sí solas generar indisposición y desagrado con las cosas que enfrentamos en nuestra vida.

¿A quién le gusta hacer las cosas obligado?
Por supuesto sería difícil creer que las cosas que hacemos por obligación se van a disfrutar como aquellas que hacemos porque queremos. ¿Y es que realmente son obligaciones?. Si empezamos por cuestionar eso, podemos preguntarnos: ¿Es verdad que yo estoy obligado a criar o educar a mis hijos?, ¿Es verdad que yo tengo la obligación de estar en este trabajo?, ¿Es verdad que tengo que comprarle un regalo a una persona porque cumple años o por cualquier otro motivo?, ¿Es verdad que yo no puedo irme ahora de mi casa?, ¿Es verdad que yo no puedo realizar una u otra actividad, cualquiera sea ésta? Por supuesto que si evaluamos lo que hacemos o dejamos de hacer, pues seguramente, en muchas de esas cosas vamos a afirmar que lo hacemos porque no nos queda otra alternativa o por evitar las consecuencias de ese hacer o no hacer. Pero dándonos el permiso de reflexionar un poco más, nos podemos fácilmente dar cuenta que no existe tal obligación y que son decisiones que tomamos.

El aprendizaje que nos deja la niñez
La sola palabra obligación, inconscientemente se ha instalado en nosotros con cierto displacer. Desde mi juicio precisamente porque de niños es lo que estamos escuchando constantemente. Como parte del proceso de crecimiento y la falta de entendimiento y madurez propios de la niñez, vamos creciendo prácticamente odiando las obligaciones. El placer es lo que llama mi atención de niño y si lo tengo sin esfuerzo alguno pues será muy agradable y divertido. De niño no se distinguir lo que me conviene o no me conviene y por lo tanto en ese proceso de aprendizaje me obligan a comer, a bañarme, a cepillarme los dientes, a estudiar, a hacer las tareas, a acostarme temprano, etc. etc. Ante ese bombardeo de obligaciones, es normal que se vaya generando un rechazo a todo lo que resulte obligado. El problema se va a seguir presentando si una vez adultos seguimos pensando que las obligaciones guían nuestras vidas, en lugar de aceptar que son nuestras decisiones las que nos van a mantener haciendo lo que hacemos.

Las creencias y el miedo
Si bien es cierto que existen leyes y dentro de ellas obligaciones y prohibiciones, casi todo lo que realizamos o dejamos de realizar, va más en sintonía con nuestros deseos, criterios, principios y valores, y generalmente encausados dentro de un marco de creencias, que todos poseemos y que desde mi juicio representan el motor que nos impulsa o el obstáculo que nos frena. Sólo imaginemos que tenemos la creencia que apoyar y educar a los hijos es un sacrificio que debemos cumplir. ¿Cuánta carga lleva consigo solamente esa palabra sacrificio? Y esa misma carga la vamos a trasladar a nuestros hijos, cuando la realidad es que tal crianza y educación suele realizarse sencillamente por el amor que les tenemos y el gran deseo de verlos crecer sanos, bien encaminados y preparados para cuando les toque dirigir por si mismos sus vidas.
Así también vamos a encontrar creencias sobre la familia y las amistades como “hay que darlo todo por la unión de la familia”, o insertadas en los “deberías” como “siempre debes ayudar al que está en problemas”. Estas últimas, aunque puedan parecer muy sanas, no necesariamente lo son, puesto que no “siempre” por diferentes circunstancias podremos, estaremos en la disposición o realmente vamos a querer hacer algo por otro, independientemente de la relación o vínculo que nos una a esa persona. Y desde luego, también anclado a esas creencias, está el miedo de lo que pueda ocurrir si dejamos de hacer algo, de lo que van a pensar de nosotros, lo que puede suceder si mañana necesitáramos de los otros, de que no me amen, de que me abandonen y muchos miedos que ni siquiera nos detenemos a evaluar y que suelen ser de consecuencias improbables y exageradas.

Revisemos el para qué hacemos lo que hacemos
¿Qué tan convencidos estamos en que lo que hacemos tiene sentido? Cuando el propósito de lo que hacemos no es estimulante lo vamos a procesar como una obligación. Como cuando hacemos lo que hacemos para que alguien se sienta bien pero que es algo que preferiríamos no hacer, por ejemplo pasar la navidad con mis padres cuando preferiría quedarme sólo con mi pareja, ir de vacaciones al mismo lugar para evitar molestias de mi pareja o de mi familia, o el simple hecho de “tener” que llamar frecuentemente a un pariente para que no me reclame que no lo llamo. Por simples que estas cosas puedan parecer terminaremos odiando eso que hacemos.
Hay por supuesto otras acciones más complejas, como lo que hacemos para vivir o con quien vivimos. Solo imaginemos la carga que representa sentir como obligación el trabajo, el mantener un matrimonio, educar a los hijos. Cuando en realidad en la mayoría de los casos lo hacemos porque hemos decidido hacerlo y punto. Sabemos que hay padres y madres que abandonan a sus hijos. ¿Estaría usted dispuesto a regalar los suyos? Sabemos que hay personas que nunca han trabajado y viven de la limosna o lucrándose de actividades ilícitas. ¿Estaría usted dispuesto a vivir de la limosna o asumir bajo sus principios, valores y riesgo una actividad ilícita para su sustento? 

Prestando atención al lenguaje
Bajo el pensamiento de la obligación, nos vamos cargando de resentimiento, frustración, poco respeto  hacia nosotros mismos y hacia los demás, limitamos nuestro derecho de decir “no” y golpeamos nuestra autoestima. Por ello es necesario estar alertas sobre todo con nuestro lenguaje, que es el que más fácilmente nos va a delatar. Vamos a revisar y cada vez que nos encontramos afirmando “yo debo…”, “yo tengo que…”, vale la pena preguntarnos ¿tengo o quiero?, ¿qué pasaría si no lo hago?, ¿es realmente una obligación o es mi elección? Se trata definitivamente de reflexionar sobre esas cosas que hemos creído que hacemos por obligación y con estas simples preguntas podemos precisar, reconocer y corregir si lo que hago:
.- Lo hago porque lo quiero hacer, entonces le quito la carga emocional y el peso de sentirme obligado a…, porque cuando soy consciente de que elijo hacer lo que hago, le doy sentido al esfuerzo y al tiempo que invierto en ello, y por ende, lejos de verlo y sentirlo  tedioso, para mí va a resultar estimulante.
.- Lo hago porque siempre creí que debía hacerlo y nunca lo cuestioné, sino que lo acepté, aún con el sentimiento de la obligación, pero que si dejara de hacerlo NO pasaría nada.
.- No lo quiero hacer, pero tengo miedo de lo que pudiera pasar si dejara de hacerlo, en cuyo caso, es más importante ocuparme del miedo y enfrentarlo que vivir con esa carga emocional.

Salvo los aspectos legales y sus consecuencias, que en todo caso serían las razones para hacer o no hacer algo, nadie está obligado a hacer lo que no quiere hacer. Es importante ser conscientes de que siempre nos queda otra opción para elegir hacer algo diferente y somos libres de elegir esa otra opción.


Gerardo Velásquez